El increíble arte de abrir y cerrar las puertas

Las grandes y conmovedoras historias comienzan con un Había una vez. O eso es lo que yo he aprendido de cuando mi padre se sentaba junto a mí en la cama, antes de dormir, y me contaba viejas historias del pueblo. Y es que mi padre nunca me contó un cuento, él decía que para eso ya estaba la televisión, que él contaba historias. Y se lo agradezco, porque gracias a sus historias antes de dormir aprendí muchas cosas.

Él se encargaba de refrescar la memoria y de contarme historias que habían pasado en su pueblo. Eso sí, siempre les daba un toque de humor o incluso de misterio que hacía que me quedara prendido de ello. En el fondo siempre he pensado que lo hacía por morriña o nostalgia, porque eso le hacía sentirse más cerca de sus raíces. Pues bien, entre todas esas historias que me contaba había alguna que era digna de serie de plataforma de televisión, ahora que están tan de moda. Antes de dormir me contaba cómo eran las tiendas del pueblo, el viaje de un gallego a Argentina que volvió luego montado en el dólar. Que en el pueblo había cuatro fábricas e incluso que hubo tren. Aunque, sin duda ,las que más me gustaban eran la de los oficios.

Mi padre es (o era) un gran apasionado de los oficios y siempre me contaba alguna historia de algún amigo suyo que era todo un genio en su oficio. Así fui conociendo a Pepe el pescadero, a Carlota la modista y por supuesto al que más me llamó la atención, Alfredo, el manivelas. Cuando conocí su mote la verdad es que no caía en qué podía hacer, pero con el paso del tiempo conocí al verdadero Alfredo. Y la verdad es que, salvo alguna cosa, (que diría Mariano Rajoy), mi padre me clavó a este personaje.

Alfredo era un humilde artesano, ya se sabe que se dice humilde porque decir que no tenía donde caerse muerto queda feo. Poco a poco había conocido un oficio como el de su padre, se dedicaba a elaborar manivelas para las puertas en su pequeño taller de pueblo. Como me contó mi padre, era un oficio heredado, pero nada tenía que ver la puesta en marcha de uno con otro. Sobre todo porque Alfredo le ha sabido dar ese toque de modernismo que su padre no hizo.

Este oficio puede parecer sencillo, pero no es así. Como pasa en todas las cosas, una cosa es fácil si se le pone amor y empeño, y esto es lo que le sobra al bueno de Alfredo. Solo tenemos que ver que son manivelas eran tan bonitas y bien hechas que se convirtieron en una especie de pequeñas obras de arte, que no solo cumplían su función práctica, es decir, la de abrir y cerrar puertas, sino que también sirven para decorar las puertas de las casas de todo el pueblo. Un aspecto que cuando vas a los pueblos llama la atención. Se nota perfectamente si allí trabaja un artesano de las manivelas o no.

Prestigio

Y como suele pasar en los cuentos, o en las historias que mi padre cuenta. Un día, un famoso artista de la capital visitó el pueblo. Era un tío que manejaba billetes, según dicen los rumores, y quedó impresionado al ver las manivelas que Alfredo había creado. Bueno, quedó tan maravillado que decidió llevar algunas de ellas a su galería de arte y exhibirlas como piezas únicas y originales. ¿Qué te parece? Pues esa es la leyenda que me cuenta mi padre.

Desde ese momento, la fama de su paisano como artista se expandió rápidamente y pronto se convirtió en uno de los más reconocidos. Sus manivelas han sido puestas por los cielos por críticos y coleccionistas de arte. Y según me dice mi padre llegó a vender una manivela por casi un millón de pesetas de la época. Y así termina la historia que me contaba mi papá antes de dormir.

Tal fue la expectación que causó en mí que con el paso de los años he ido también mirando empresas de este tipo. Y es cierto que cuando les ves trabajar es todo un arte. Un ejemplo lo tenemos en Mani-Grip, que podíamos decir que es la viva historia de Alfredo pero puesta en el siglo XXI. Con más de 30 años de experiencia se puede ver en cada manivela fabricada con esmero en España su dedicación a la calidad y sostenibilidad. La verdad es que un sector impresionante.

Aunque siempre ponía la moraleja. “Y nunca se olvidó de sus raíces”, me contaba. Hasta el punto de que donó cierto dinero para las fiestas patronales. Y colorín colorado, este cuento-historia se ha acabado.