El derecho de los padres a ver a sus hijos… ¿incluso con maltrato?

maltrato

Soy una persona que ha vivido el maltrato en carne propia. Mi madre, la persona que se supone debería ser el refugio y la protección, no lo fue. Desde que tengo memoria, sus gritos, los golpes y su desprecio formaron parte de mi infancia. Hoy, siendo adulta, me pregunto: ¿por qué la ley permitió que esta mujer siguiera siendo parte de mi vida durante tantos años? ¿Qué tan justo es que alguien que abusa de sus hijos pueda tener el derecho de relacionarse con ellos?

 

El marco legal y la protección de los menores en casos de maltrato

Susana Rodríguez Puente, abogada especializada en derecho familiar, fue la mujer con la que me informé sobre esta cuestión que tanto me machacaba la cabeza. Ella me respondió de manera empática y muy profesional. Sus palabras fueron claras:

Cuando hablamos del derecho de visitas en casos de maltrato, entramos en un terreno complicado. Las leyes, tanto en España como en otros países, se basan en un principio clave: el interés superior del menor. Esto significa que cualquier decisión debe tomarse en cuenta lo que sea mejor para el bienestar del niño o la niña. Sin embargo, aunque suene claro en teoría, en la práctica esto no siempre se cumple. Muchas veces, los derechos de los padres terminan pesando más que la protección de los menores, incluso en casos donde hay denuncias de maltrato.

En España, el artículo 94 del Código Civil establece que un juez puede limitar o suspender el derecho de visitas si hay indicios de que el contacto con uno de los progenitores pone en riesgo al menor. Además, la Ley Orgánica de Protección Integral contra la Violencia de Género refuerza esta idea, permitiendo medidas más estrictas cuando se demuestra que existe un peligro real. Pero aquí es donde surgen los problemas. En muchos casos, las denuncias de maltrato son ignoradas o minimizadas, y se opta por soluciones intermedias, como las visitas supervisadas, que no siempre garantizan la seguridad emocional de los niños.

El gran problema es que se sigue priorizando el vínculo biológico entre padres e hijos, como si eso fuera siempre lo mejor. ¿Pero qué pasa cuando ese vínculo se convierte en una fuente de daño? Numerosos estudios han demostrado que obligar a un niño a mantener contacto con un progenitor maltratador puede tener consecuencias devastadoras, afectando su autoestima, su desarrollo emocional y su salud mental. A pesar de esto, muchas decisiones judiciales siguen poniendo el derecho de los padres por encima de la protección de los menores.

Otros países han avanzado más en este tema. Por ejemplo, en Alemania y Suecia, los jueces tienen la obligación de realizar evaluaciones psicológicas detalladas antes de tomar decisiones en casos de maltrato. Además, las autoridades trabajan en conjunto con especialistas para escuchar a los niños y evaluar el impacto real de cada medida. Este enfoque, centrado en la protección, debería ser un modelo a seguir.

Para finalizar, el derecho de visitas no puede ser un derecho absoluto. Debe estar condicionado al bienestar y la seguridad de los menores. Si un progenitor ha demostrado ser una amenaza, no debería tener acceso a los niños hasta que se pruebe que ha cambiado de verdad, y no con medidas superficiales. Las leyes deben proteger a los niños, escuchar sus voces y garantizarles un entorno seguro. Al final, la prioridad no debe ser el derecho de los adultos, sino el derecho de los menores a crecer libres de daño y violencia.

 

El derecho de visitas y su impacto en los niños

Vamos por partes. En muchos países, existe el llamado “derecho de visitas” o el derecho de los padres a mantener una relación con sus hijos. Esto se considera una parte fundamental del bienestar del menor porque, en teoría, es positivo que los niños tengan una relación con ambos padres, incluso después de una separación o divorcio. Pero, ¿qué pasa cuando uno de los padres es un maltratador? Aquí entra en juego un debate delicado y lleno de matices.

Primero, hay que entender que la legislación suele centrarse en el bienestar superior del menor. Esto significa que todas las decisiones legales deben tomarse pensando en lo que más conviene al niño o niña. Sin embargo, en la práctica, este principio no siempre se cumple. En mi caso, mi madre tuvo la custodia completa de mi hermano y de mí, y aunque hubo denuncias de violencia física, estas fueron minimizadas o directamente ignoradas por las autoridades. La narrativa siempre era la misma: “Es su madre, y los niños necesitan a su madre”.

 

¿Es necesario mantener el vínculo biológico a toda costa?

Esa frase la escuché tantas veces que, durante mucho tiempo, llegué a pensar que era cierto. Aunque me doliera, aunque me humillara, aunque me golpeara, necesitaba estar con ella porque era mi madre. Pero, ¿qué tan necesario es para un niño convivir con alguien que lo daña de forma constante? La ley, por mucho tiempo, priorizó el vínculo biológico por encima de mi bienestar emocional y físico.

 

Lecciones que no podemos ignorar

Lo que más me sorprende es que esto no solo me pasó a mí. En múltiples casos, incluso cuando se ha comprobado que un padre o madre ha maltratado a sus hijos, se les sigue otorgando el derecho de visitas. La justificación suele ser que los niños necesitan una figura paterna o materna, y que cortar ese lazo podría causarles daño emocional. Pero, ¿qué pasa con el daño que ya han sufrido? ¿Por qué se obliga a un niño a seguir viendo a alguien que le ha causado tanto dolor?

Un caso que siempre me impacta es el de Juana Rivas, una madre española que huyó con sus hijos para protegerlos de su exmarido, quien había sido denunciado por maltrato. A pesar de las pruebas de violencia, las autoridades le ordenaron que devolviera a los niños a su padre. Al final, ella terminó en prisión por secuestro parental. Este caso ilustra cómo el sistema judicial puede fallar estrepitosamente al proteger a los menores. Parece que, para la ley, los derechos de los padres están por encima de la seguridad de los hijos.

 

La necesidad de una revisión profunda

En mi opinión, debería haber una revisión mucho más estricta de los casos en los que ha habido denuncias de maltrato. No basta con que un juez o trabajador social escuche las versiones y emita un dictamen rápido. Hace falta un análisis profundo, entrevistas con los niños, evaluaciones psicológicas y, sobre todo, darles voz a las víctimas. Muchas veces, los niños no son escuchados porque se considera que no entienden o que podrían estar manipulados. En mi experiencia, los niños entienden más de lo que los adultos creen y, cuando dicen que tienen miedo, hay que tomárselos en serio.

 

El maltrato invisible

Además, hay un problema de fondo en cómo la sociedad percibe el maltrato. Cuando se habla de violencia contra los hijos, muchas personas piensan en casos extremos: fracturas, hospitalizaciones, abuso sexual. Pero el maltrato no siempre es tan evidente. A veces, son palabras hirientes que se clavan como cuchillos. A veces, es el silencio, la indiferencia, el abandono emocional. Estas formas de violencia también dejan huellas profundas, pero son mucho más difíciles de probar en un tribunal.

En mi caso, aunque hubo golpes, lo que más me afectó fue el constante recordatorio de que no valía nada, de que nunca sería suficiente, de que no merecía amor.

 

¿Qué pasa cuando el sistema falla?

Yo tuve suerte de encontrar una red de apoyo fuera de mi familia. Profesores, amigos, terapeutas… personas que me ayudaron a reconstruirme poco a poco. Pero no todos los niños tienen esa suerte. Muchos crecen sintiéndose atrapados, creyendo que no tienen salida, que el maltrato es algo normal. Y si el sistema no les ofrece una alternativa, ¿qué les queda?

 

La protección infantil como prioridad

Algunas personas podrían argumentar que negarles a los padres maltratadores el derecho de relacionarse con sus hijos es una medida extrema. Pero, desde mi perspectiva, proteger a los niños debería ser siempre la prioridad. Si una persona ha demostrado ser una amenaza para el bienestar de sus hijos, no debería tener acceso a ellos hasta que se haya comprobado que ha cambiado. Y eso no significa asistir a un par de sesiones de terapia o completar un curso obligatorio. Cambiar de verdad requiere tiempo, esfuerzo y un compromiso genuino.

 

Debemos proteger a los niños

A día de hoy, sigo lidiando con las secuelas de mi infancia. He aprendido a perdonar, pero no porque mi madre lo merezca, sino porque yo necesitaba liberarme de ese peso. Sin embargo, el perdón no significa olvido. Tampoco significa justificar lo que pasó. Por eso, escribo esto: porque quiero que otros niños tengan la protección que yo no tuve. Porque quiero que las leyes cambien, que los jueces y las autoridades entiendan que el maltrato no es algo que se pueda tomar a la ligera.

En conclusión, el derecho de los padres a relacionarse con sus hijos no debería ser absoluto. Debería estar condicionado al bienestar y la seguridad de los niños. Porque, al final del día, ser padre o madre no es un derecho; es una responsabilidad. Y quien no pueda cumplir con esa responsabilidad no merece estar en la vida de sus hijos. Es así de simple.

Hago un llamado a las autoridades, a los legisladores y a la sociedad en general: escuchen a los niños. Créanles y protéjanlos.

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